viernes, 13 de abril de 2007

YO, CORTIJERO

Cuentan los mayores, que allá por principios y mediados del siglo pasado, cuando venían a Alcalá con sus caballos o sus carros a algún asunto, a la hora de partir de nuevo hacia la aldea o el cortijo, y a la salida del pueblo, una tropa de niños corrían detrás de ellos tirándoles piedras al grito despectivo de: ¡Cortijeros! ¡Cortijeros!

Ya en la escuela allá por principios de los ochenta, que empezaba a tener conciencia y analizar las situaciones, teníamos que aguantar las mofas por el simple hecho de ser de campo. En la ingenuidad de la niñez era incomprensible esa situación y nos llevaba a veces a sacar orgullo y se llegaba a leves confrontaciones pero después siempre soñábamos con tener algún día esa posición de dominio que se le suponía a “los de Alcalá”.

A finales de los ochenta y principio de los noventa, gracias a la mejora de las comunicaciones, al despegue económico de nuestro producto estrella como es el aceite, la proliferación de coches y a la búsqueda de las comodidades, nuestros campos se despoblaron casi en su totalidad, así como algunas aldeas. Todos nos vinimos al pueblo para pesadilla de los que basaban su ego en tener a alguien inferior viviendo en un cortijo.

Ahora ya en los primeros años del nuevo milenio se produce el efecto contrario. Resulta envidiable el tener un cortijo restaurado, un chalet o “un campo” como les gusta decir a los más repipis. Es halagador el contar la última vivencia de turismo rural o echar un día de aceituna para comerse una buena merienda, liberar estrés y captar un poco de moreno facial que con un poco de suerte a alguien se le puede colar la bacalada de “haber estado esquiando en la Sierra”, porque hoy día es habitual el sobrevivir de impresiones.

Pues aún resulta curioso que después de tantos años a pesar de los avances, del acceso a la cultura, a la información, a la enseñanza, etc. aún se escuche por las esquinas de nuestro pueblo encasillar a la gente por su procedencia o la de su familia aunque suponga una distancia de apenas una docena de kilómetros que es mas o menos a la redonda la extensión de nuestra comarca.

Es una animadversión siempre negativa, como si el haber nacido o criado al calor del asfalto de las calles de Alcalá supusiera para algunos un extra despótico y superior que le da derecho a ningunear a la gente de campo. ¿Será envidia o se habrá heredado también la necedad?

Pero ahí no acaba el tema, ya que la gente de campo, los cortijeros de verdad, parece que estamos en el último eslabón, pues en las aldeas se desprecia igual o en mayor medida si cabe a los cortijeros. En definitiva, todos llevan un pequeño nacionalismo dentro que les hace despreciar al foráneo. Así, la escala sería que los cortijeros, los últimos, los aldeanos desprecian al cortijero, los del pueblo meten en el mismo saco a los cortijeros y los aldeanos. Los del pueblo son desvalorados por los de la capital, y los de la capital a la vez por los de Madrid que nos llaman “de provincias”. Total, el cortijero es el ciudadano del mundo por excelencia al no estar sometido a los localismos cavernarios.
Y es que si tantos problemas como sufrimos en España con los pequeños nacionalismos por enfrentarse al gran nacionalismo centralista, ambos por la triste necesidad de pisarle el cuello a alguien, se pudieran resolver con un poco de sentido del humor y dándole la importancia que merecen, o sea, ninguna, otro gallo nos cantaría. Viviríamos en paz, sin sobresaltos, trabajando honradamente, sin importarnos lo que haga el vecino, etc. ¡Qué faltica de cortijeros que está España!

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