miércoles, 18 de julio de 2007

ETNOSUR O LA VIÑA DEL SEÑOR

Por más que nos empeñemos en convencernos de que Alcalá es una ciudad media moderna por tamaño, infraestructuras y dinámica, una y otra vez la realidad nos devuelve a la posición de pueblo profundo lleno de prejuicios, rumorología, envidias e hipocresía, donde mandan las apariencias y el “qué dirán” supera con creces a la personalidad y el sentido común.
En estos días que se celebra la decimoprimera edición de Etnosur es cuando algunos alcalaínos sacan a relucir su más rancia colección de sarcasmos con el fin de mitigar las vergüenzas propias proyectándolas sobre los demás. Para ello no cejan en el empeño de soltar por foros, bares y corrillos la retahíla de tópicos y gracietas para desprestigiar el evento y contrarrestar su rotundo éxito afortunadamente sin ninguna suerte.
Es aceptable que en la tranquilidad de nuestra comarca la irrupción de miles de foráneos en tres días resulte molesta para muchos, pero de ahí a englobar a todos en un mismo estereotipo y denostarlos hasta la nausea va un trecho. La mayoría de los visitantes que acogemos estos días son gente normal, sencilla, estudiante o trabajadora, que paga su hipoteca, las letras del coche, que tienen sus defectos y sus virtudes, que crían o criarán a sus hijos, que vienen a pasar buenos ratos, a escuchar música diferente, participar de actividades, conocer gente, darse una fiesta, convivir, y de camino dejarse una buena cantidad de dinero en comida, bebida, alojamiento, etc.
No cabe duda de que en todas las multitudes siempre tiene que haber quien dé la nota negativa por su mal aspecto, o quien no se comporte acorde a lo que se le ofrece, pero es en mi opinión un mínimo precio a pagar para los beneficios que reporta. Y qué duda cabe de que una de las mayores molestias las causan los propios jóvenes alcalaínos con el botellón que organizan detrás del recinto aprovechando la ocasión, víctimas de su propia ignorancia al despreciar la multitud de sensaciones que se pueden percibir escuchando en directo una música diferente y disfrutando de un ambiente que tanto reclaman a lo largo del año para Alcalá y cuando lo tienen lo ignoran haciendo lo que cualquier otro día.
Pero para ello habría que tener un poco de cultura musical y saber distinguir un bajo de un timbal o un piano de una guitarra en el contexto de una canción. Y valorar la buena calidad del sonido y la escenografía que cada año se nos ofrece. Por cierto, le alabo el gusto a la organización al traernos los mejores equipos de sonido del mercado cada edición.
Etnosur nos está enseñando a aceptar la forma de divertirse de la inmensa mayoría de la juventud actual que no voy a entrar a valorar si es buena o mala, porque yo lo que haga el que hay al lado, delante o detrás me da igual. En el recinto de Etnosur no se hace nada diferente a lo que se hace en cualquier otro festival del mundo, no se hace nada diferente a lo que se hace en cualquier botellón de cualquier ciudad, no se hace nada diferente a lo que se hace en cualquier discoteca de Alcalá un sábado por la noche. La diferencia real está en la percepción que hacemos de una misma cosa dependiendo del contexto. Si encima le ponemos un filtro político, los complejos habituales de los hipócritas y la exigencia de celo de los intolerantes pues tenemos el cinismo servido. Luego se da la paradoja de que los que más critican el evento son los que vienen flipando del marchón que se han dado en una discoteca playera, como si por ahí la gente fuera de Trinaranjus y batido de fresa.
No cabe decir Etnosur si pero de otra manera, porque de otra manera no existe ningún festival en el mundo, y menos en un pueblo donde se duplica la población. Aprendamos a ver todo en su conjunto y no nos fijemos solo en lo malo. Seguro que la balanza cae del lado bueno, y por tanto muchos esperamos seguir disfrutando de Etnosur y a otros les tocará padecerlo, como en otras ocasiones es al contrario, y siempre y cuando a alguien con poder no le dé por sacarse un anacronismo de la manga, que, como bien vemos estos días, afortunadamente, de todos hay en la viña del Señor.

jueves, 5 de julio de 2007

¡ NO ME RALLES !

Sonia nació para completar la parejita de un joven e ilusionado matrimonio que compaginaba un duro trabajo con la creación de una familia. Creció jugando con los abuelos mientras los padres intentaban amasar un pequeño patrimonio que les permitiera montar un negocio que les sirviera de sustento y un futuro para sus hijos. Y así lo hicieron, pero olvidaron que a la vez que sus ilusiones se iban cumpliendo sus hijos iban creciendo y las maratonianas jornadas de trabajo de ambos apenas permitían una pequeña atención y muestra del cariño que se hace imprescindible a la hora de crear un vínculo de respeto y admiración de los niños hacia los padres. Casi sin darse cuenta los niños eran adolescentes y el espíritu rebelde vencía claramente al proteccionismo familiar.
Hoy Sonia apenas pasa los quince años y luce un cuerpo de mujer menuda, ataviada de un rubio tinte en el pelo, pantalón sport ajustado con un enorme cinturón y top blanco, paso ligero, mirada perdida y ojeras de madura. Hace dos años que no va al instituto pero conoce los entresijos de la noche de un sábado como si le fuera la vida en esa asignatura. Hace ya que su padre perdió toda esperanza y no se hablan, y la madre llora a escondidas preguntándose por dónde le ha venido el problema aunque en un último esfuerzo mantiene la esperanza de recuperar la inocencia de la que aún considera su niña.
Sonia al principio se crió con la permisibilidad de los abuelos y cuando sus padres se hicieron cargo no tenían tiempo de atenderla. La niña inteligente y traviesa conseguía lo que quería con tal de que molestara lo menos posible. Cuando le crecieron las alas y la vida le ponía los primeros compromisos no había nadie con la suficiente credibilidad persuasora para detenerla y empezó a vivir deprisa y fácil. Empezó a formar su pequeño orgullo por el camino de lo prohibido. Un noviete mayor que ella, unas amigas de familias desestructuradas, una falta de madurez y educación hacen que camine por el filo del precipicio al que caerse es fácil, pero salir cuesta casi la vida.
Sonia se siente perdida en el tiempo que no pasa. Se muere por ser mayor ignorando que para serlo hay que pasar por ser niña. Hoy día la sociedad la devorará ferozmente y solo un golpe de buena suerte, un soplo de cordura o el dolor de los palos de la vida quizá la salven. El tiempo dictará sentencia.
Y es que aunque uno se esfuerce en mantener un espíritu joven, el paso de los años no perdona y ya se peinan algunas canas. Y resulta cada día más chocante y difícil de entender la diferencia de actitud de los jóvenes de hoy con los de apenas hace quince o veinte años. El cambio de la estructura familiar donde la figura de la madre se diluye por su incorporación al mercado laboral y el excesivo proteccionismo por dar a los hijos lo que sus padres no tuvieron de jóvenes, junto a una bonanza económica generalizada donde todo el mundo reniega pero nadie nos miramos en gastos de ningún tipo, hace que los niños crezcan en la opulencia sin tener el más mínimo compromiso de contrapartida. Como es obvio, el niño no es el culpable. La culpa la tienen los padres que intentan redimir sus propias carencias con sus hijos. Así vemos a niños por la tele convertidos en auténticos monos de feria, o lucir ropa cara o el último modelo de Game Boy aunque esté la deuda apuntada mucho tiempo en la libreta que guarda el comerciante debajo de la caja registradora.
Así pasa que después, cuando los años pasan y el niño gracioso y centro de la atención de toda la familia, sobrado de materialismo y huérfano de valores, llega a la pubertad y se le empiezan a exigir las primeras responsabilidades con los estudios, o se le restringen las horas de salida y llegada a casa, o se le niega la ropa cara, o el hacerse el piercing, o se le limita el gasto de móvil, etc. y descubren que las cosas no se consiguen con una sonrisita y una mirada tierna, el mundo se les cae encima y se sienten desorientados. Es el momento en que empiezan a buscar poder destacar de los demás por sus medios. Algunos lo hacen estudiando, otros con algún deporte, otros lo consiguen por su cara bonita, y otros, la mayoría, los del gran montón monocolor, cogen el camino fácil y juegan a la ley del más, osea, del más fuerte, del que más bebe, del que más fuma, del que más se droga, del que más hace “el loco”, del que más liga, del que más destroza, etc. En definitiva, del que más arriesga y más al límite de lo prohibido de acerca. Y es tanta la competitividad que algunos se quedan en el camino. Y los que sobreviven, en el momento en que les demuestras la inutilidad de su actitud, tienen acuñado un mágico término universal: ¡No me ralles!