viernes, 13 de abril de 2007

DE ALDEAS

Sentado en una silla blanca de plástico, con el codo en el reposabrazos y la palma de la mano sujetando su inclinada cabeza que hacía que el sombreo de paja adornado con una cinta verde publicitaria se le hubiera desplazado hacia el otro lado, dormitaba a media mañana con la mirada perdida en la solitaria estancia donde una docena de moscas hacían círculos en el centro al calor de un rayo de sol que se colaba por la cristalera, un hombre mayor, con la cara quemada por el sol, arrugas y barba canosa de tres días que soñaba otros tiempos en que a esa misma hora el bullicio de nenes, mujeres de acá para allá, hombres con sus bestias, algún coche de vez en cuando, el humo del cigarro mal liado con el chato de vino y la conversación burlona no habría dado lugar a tan tranquila situación. Es la imagen habitual en el bar de cualquier aldea hoy día a esas horas.

Son de calles estrechas, retorcidas entre olivares, de cuestas imposibles ensartadas por algún riachuelo y blancas entre el verde de huertos con frutales y álamos. Casas con tejados ocres, ventanas de madera y rejas negras y portal lleno de arreates con geranios, jazmines y rosales magistralmente cuidados.
Cualquier aldea alcalaína encaja perfectamente en una misma descripción aunque las distancias las hagan distintas en algunas costumbres y clima.

Sus gentes son sencillas, amables, sin nada que ocultar, en un ejercicio de sumisión a la indiscreción porque todo se sabe de todos. Las conversaciones son repetitivas, superficiales, alegres, abiertas y en voz muy alta. Las puertas siempre abiertas y cualquiera en confianza y al unísono de una viva voz del nombre del inquilino puede entrar sin tocar el timbre. Por las tardes, los escasos jóvenes se juntan en la plaza obligados a ser amigos a la fuerza mientras las mujeres mayores se dan un paseo por las cunetas de las carreteras obedeciendo al médico que siempre tiene la misma receta para todas, y los hombres que ya han llegado de la huerta entran en el bar a tomarse una cerveza o jugar una partida de petanca o cartas, con la inseparable ropa de trabajo.

No es de extrañar que cualquier ciudadano extranjero o de gran ciudad se quede tan enamorado de nuestras aldeas que decida acabar sus días entre su tranquilidad y compre una casita en ellas. El tiempo pasa más despacio y por lo tanto se vive más, deben pensar.

Obligados a convivir tan pocos y tan juntos, sus gentes se organizan en asociaciones que hacen actividades en el centro social que las aldeas disponen para disfrute de todos, con salón de actos, bar, sala de Internet gratuito, consulta médica y algunas una confortable terraza donde oler el agradable perfume de nuestros campos en los anocheceres de esta viva primavera alcalaína que este año disfrutamos acompañados de una cerveza con tapa o ración.

Hace unos meses se organizaron visitas desde Alcalá a las aldeas por parte de la Asociación de Amas de Casa con un rotundo éxito. Al volver se escuchaban los típicos comentarios de lo bien que se lo habían pasado, lo bonitos que son algunos parajes y la buena acogida de los anfitriones. Y es que tenemos pequeños paraísos a apenas quince kilómetros a la redonda y pasan los años y no llegamos a conocer, a lo más, de pasada.

Quizá no se dispongan de ciertas comodidades o para los que viven en las aldeas, la monotonía pueda resultar aburrida, pero aún no conozco a nadie que después de haber salido de una aldea y con los años vuelva, reniegue de ella al tener que, por obligaciones laborales, de nuevo abandonarla tras unos días de descanso en ella recordando la niñez, las gentes, los momentos… Y es que a veces el que no suene el móvil en todo el día por falta de cobertura es una pequeña bendición.

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